9 feb 2016

New Generations #003. El Castigador.

Ryan odiaba a los franceses. Le parecían pijos, presumidos y egocéntricos. Además, su acento le resultaba una auténtica tortura para los oídos. Pero el profesor que tenía frente a él en el aula de castigos, Remy LeBeau, tenía algo especial.
Algo que le incitaba a odiarle aún más.
Con todo, no es como si ninguno de ellos pudiese llevarle la contraria, precisamente debido a su condición de profesor.
A eso, y a que podía hacer explotar cosas.
El gabacho jugueteaba con una moneda, pasándola entre sus dedos, al tiempo que observaba atentamente a los cinco estudiantes recluidos en el aula.
Por cierto, la moneda brillaba. En rojo. Y eso era mala señal.
—Bueno, bueno, chicos… ¿Cómo debería castigaros? —les preguntaba con una sonrisa burlona en los labios.
—Creo que enviarnos a nuestras habitaciones y recluirnos en ellas sería un castigo bastante bueno —sugirió Zack.
Bel essai —dijo el profesor—. Pero no va a funcionar. Tengo que poneros algo más severo… ¿Debería llamar a un experto?
Ryan tenía la extraña sensación de que el cajún se estaba mofando de ellos. Y de una manera muy descarada.
—¿A quién te refieres con “experto”? —preguntó Chris Murray con la misma expresión burlesca que el profesor. Desde luego, ese chico no sabía cuando contenerse.
La sonrisa del francés se ensanchó.
—Veréis… tengo un viejo socio. Nuestra relación no es la mejor del mundo, pero creo que si le llamo y le digo que tengo conmigo a un montón de chicos indisciplinados, accederá a venir encantado. ¿Queréis que venga?
El de ojos carmesíes rebuscó un poco por la agenda de su teléfono móvil. A los pocos segundos, les mostró la pantalla a los chicos.
“Frank Castle”
Oh. Punisher.
Un escalofrío recorrió la espalda de Ryan al leer ese nombre. Por un momento, tuvo un mal presentimiento.
La sonrisa de Chris desapareció.
—Supongo que no es buena idea… —la mueca del profesor LeBeau se acentuó aún más—. ¡Tratará de matarme a mi primero! —se rió para sus adentros. Luego pareció reflexionar un poco— Je sais! ¡Tengo una idea! Mirad, vosotros os aburrís, yo me aburro… ¿Qué os parece si jugamos a un juego? —lanzó su moneda al aire usando el pulgar y, cuando volvió a estar a la altura de sus dedos, la golpeó suavemente con el pulgar, haciendo que esta saliese disparada, rozando levemente la oreja derecha de Ryan, impactando contra la pared a sus espaldas, provocando una pequeña explosión y dejando, como resultado, un pequeño boquete en el muro— Si uno solo de vosotros logra vencerme, os dejaré marchar.


Mick se sentía aliviado. De algún modo, se había librado de la pelea y del castigo. Ah, y de Chris Murray también. De hecho, lo que más le alegraba era haberse librado de Chris.
Sin embargo, ahora estaba con otro elemento potencialmente más peligroso. El chico de ojos oliváceos a su derecha parecía estar maquinando algún tipo de plan diabólico: estaba cruzado de brazos y de piernas, y tenía la cabeza agachada con el flequillo tapándole los ojos. Era curioso e inquietante a partes iguales.
Aún así, el rubio trató de romper el hielo.
—Gracias por ayudarme… —dada la situación, no era una mala manera de iniciar una conversación, y pareció funcionar, puesto que su acompañante despertó repentinamente de su ensoñación.
—¿Eh? ¡Ah! De nada, de nada. Ya sabes lo que dicen, ¿no? Dame la mano y te tomaré el brazo.
Era la primera vez que oía como alguien utilizaba un refrán tan espantosamente mal.
—No lo he pillado…
—A lo que me refiero es a que ahora voy a ser yo quien va a necesitar tu ayuda.
—¿Cómo? ¿Para qué?
—Necesito hacer una visita al aula de castigos.


—¿Qué tenemos que hacer qué?
—Lo que habéis oído. Luchad contra mí. De uno en uno. Y ganad. Si alguno lo consigue, sois todos libres. ¿Qué os parece?
Murray se apretó los nudillos. Sonreía con arrogancia. Zack sonrió para sus adentros.
“Pobre chico”, pensó.
—Creo que empiezo yo —dijo Chris—. No durará mucho.
El acadiano sonrió.
—Desde luego que no…


—¿A dónde me llevas? —preguntó Mick.
—Creo que hay un par de chicas que podrían sernos útiles —explicó el castaño.
¿Qué chicas? ¡No, no! ¡Jamás! A Michael Morgan no se le daban bien las chicas! Bueno, bien pensado, tampoco se le daban bien los chicos, ¡pero las chicas se le daban aún peor!
Conclusión: se deshizo del agarre de su compañero. ¿Cómo? Es… difícil de contar.
EL otro avanzó unos pasos más. Luego se detuvo en seco, miró su mano vacía y parpadeó varias veces. Luego volvió a mirar a Mick.
—¿Cuándo has...?
—Es difícil de explicar…
—No creo que mucho. Aquí todos tenemos poderes, ¿recuerdas?
—Bueno, sí, pero…
—Pues entonces, vámonos.
Vale, eso había sido raro. El chico había pasado de estar tirando de su mano a estar empujándolo por la espalda. Y vosotros, queridos lectores, pensaréis. “Bah, tiene supervelocidad o se teletransporta. Cliché.” ¡Pues no! El caso era que Mick estaba siendo empujado por unas manos, pero el otro chico, la única persona a parte de él en todo el pasillo, estaba aún frente a él, sonriéndole de una manera extraña.
—¿Ves? Eso sí es raro.
Cuando volvieron a estar a la misma altura, dejó de sentir el extraño empujón. Entonces se giró. Miró en su espalda. No había nada.
—Por cierto, ¿cómo te llamas? —le preguntó el misterioso chico.
—Michael Morgan…
El otro sonrió. Una sonrisa, mitad inocente, mitad diabólica, que le hizo dudar de las auténticas intenciones de su dueño.
—Zane Cross —dijo simplemente—. ¿Sabes? Creo que seremos un gran equipo.


—¿Siguiente?
Cinco segundos. El profesor LeBeau había tardado un tiempo exacto de cinco segundos en derribar al cretino de Murray y dejarlo inconsciente.
Peter arqueó una ceja. Los profesores estaban a un nivel totalmente distinto.
Aunque, bueno, eso era obvio.
Se hizo crujir el cuello y dio un paso al frente.
Oh là là… ¿Ahora vas tú?
Asintió con la cabeza.
—¿Te importaría decirme tu nombre?
—Peter Gonzales .
Por la expresión que puso, a Peter le pareció que el cajún ya conocía la respuesta.
—Entiendo… Intentemos no destruir el aula, si vous plait.
Y los golpes comenzaron.


—¿Qué necesitáis ayuda para qué? —exclamó la joven rubia.
—Para rescatar a los que están metidos en el aula de castigo —Zane sonrió. Era una sonrisa natural, pícara y torcida, igual a la sonrisa de un estafador, o a la de un vendedor de enciclopedias a domicilio.
—Espera, espera. Ni siquiera te conocemos, ¿y quieres que os ayudemos? ¿Qué dirán si nos ven por ahí con el rarito de la clase? Porque ya sabes la reputación que tienes, ¿no?
—Mi reputación me da bastante igual, sinceramente —se encogió de hombros el aludido.
La chica pecosa arqueó una ceja. Generalmente, a Michael no le agradaba la gente superficial, pero ella lo disimulaba tan poco que resultaba hasta gracioso.
Y falso. No era creíble en lo absoluto.
Miró de reojo a su compañero y vió que seguía sonriendo. Probablemente estuviese pensando lo mismo que él.
—El caso es —siguió explicando— que necesitamos sacar de ahí a algunos de ellos, no a todos. Y estaba pensando que, quizás, si dos alumnas guapas y alegres como vosotras se lo pedían, al profesor LeBeau no le importaría hacer una excepción con ellos por un día.
La pecosa sonrió ligeramente, probablemente gracias a la expresión “guapas y alegres”. La otra, por su parte, se limitó a suspirar y a levantarse de su asiento.
—Está bien —dijo—. Vamos.
—¿Qué? ¿En serio? Amanda, ¿de verdad vas a ayudarles?
—No. He dicho “vamos”, no “voy”.


Amanda no sabía de dónde le había salido el valor para aceptar esa propuesta tan loca. Desconfiaba del chico moreno y quería saber qué tenía en la cabeza, pero en una situación normal jamás se hubiese atrevido a decir que sí con tanta decisión.
Cross iba al frente, caminando con paso lento, al tiempo que Aline (sí, así se llamaba su nueva amiga) se quejaba de que no quería estar ahí. El otro chico, un tal Michael Morgan, parecía algo alicaído. Amanda tragó saliva. La confianza con la que había accedido a ayudarles se había esfumado, pero tenía curiosidad por saber algo de ellos.
—Eh… Michael, ¿verdad? —le dijo tras acercarse a él. El rubio dio un respingo. Se giró abruptamente, lo cual consiguió asustar ligeramente a Amanda. Ambos se sonrojaron ligeramente por la vergüenza.
El chico parecía tímido. ¿Qué estaba haciendo con alguien tan perturbador como Zane Cross? Tenía que comprobarlo.
—¿Necesitas algo…? —preguntó el rubio.
—Bueno… He accedido a ayudaros, pero realmente no sé nada de vosotros. Me preguntaba si podríamos hablar un poco por el camino.
—Cla… Claro.
Ya había iniciado la conversación. Ahora sólo necesitaba una forma de conducirla por donde ella necesitase. Esas cosas se le daban tan mal…
—¿A quienes queréis liberar exactamente, y para qué? —preguntó ella.
—No lo sé. Zane me arrastró a esto después de que nos escabullésemos de la pelea. No tengo ni idea de qué planea… ¿Por qué no le preguntas a él directamente? —dijo el chico. Se notaba que no se sentía muy cómodo con el tema de la conversación.
Sin embargo, Amanda ya no podía, ni quería, cambiar de tema.
—¿Y por qué estás con él?
—Por la misma razón que tú, supongo: quiero saber qué se propone.
Pillada.
—¿Te diste cuenta?
—Sí, y él también. Eso, y de que tú también habías sido arrastrada por tu amiga hasta dónde estabas.
Vaya, el chico resultó ser más inteligente de lo que le pareció a primera vista. ¿Dijo que Cross también se había dado cuenta de sus intenciones? ¿Por qué no dijo nada?
Sus pensamientos fueron interrumpidos de repente por el objetivo de los mismos.
—Llegamos.


Peter había durado bastante más que Chris.
Luchó con espadas y cuchillos como quien lo hace con uñas y dientes. Literalmente. Sin miedo de hacer demostraciones de poder, sacó de su cuerpo un gigantesco arsenal de armas blancas varias, y lo lanzó contra el profesor. Espadas, dagas y cuchillos, todos ellos chocaron contra las cartas explosivas de Gambito y se pulverizaron al instante. De la nube de humo provocada, una última carta surgió, pero fue rápidamente bloqueada por una espada salida del brazo del latino.
Absorbió la espada bastarda, y de las palmas de sus manos surgieron dos cimitarras. Rápidamente, se adentró a la carrera en la nube de humo, disipándola al cortar el aire con ambos filos.
Sin embargo, cuando el estrato negro desapareció, el acadiano ya no estaba ahí.
Dessus! —exclamó el desparecido profesor desde el techo. De alguna manera, se había agarrado a los huecos entre las losas.
De no se sabe dónde, el francés sacó una larga barra de metal. Sus extremos brillaban con la misma energía explosiva que sus cartas. Ágilmente, se dejó caer sobre Peter, golpeando una de sus dos espadas son su barra, destruyéndola y provocando una explosión que casi lo deja K.O.
Aún así, el pelinegro no desistió. Con una nueva espada, atacó salvajemente al cajún, que le esquivó con gracia. Hizo un par de florituras con su arma, y después golpeó con su extremo el centro de la espalda de su oponente. La explosión le dejó en el suelo.
Y ahí se quedó.
—Tienes un arsenal infinito de armas a tu disposición, y no sabes usarlo… —suspiró Remy— El combate no se trata de simple violencia desmedida. A eso se le llama guerra. Si eres un espadachín, debes contar con un mínimo de habilidad y técnica con la espada, no con mera fuerza bruta. Recuérdalo —el profesor dirigió su mirada al resto del alumnado—. ¿Quién quiere ser el siguiente?
Zack iba a ofrecer a Ryan como voluntario, pero el sonido de la puerta le interrumpió.
“Justo a tiempo”, pensó.
Remy abrió. Al otro lado había dos chicos y dos chicas. Uno de ellos era el rubio con el que se habían estado metiendo, pero no reconocía a los otros tres. El chico moreno le miraba disimuladamente con una sonrisa torcida en su cara.
—¿Qué necesitáis?
Nadie dijo nada. El moreno le pegó un ligero codazo a la joven pecosa a su lado que, tras protestar ligeramente, se dirigió al profesor.
—Ehm… Profesor LeBeau. ¿Podría retirarles el castigo a los chicos, por favor? Es que les necesitamos para… un proyecto que nos ha mandado el profesor Rogers.
—Ninguno de estos chicos cursa Historia de América, ma fille —respondió divertido el profesor—. Y el Comandante Rogers aún no ha mandado ningún trabajo.
La chica se sonrojó de pura vergüenza, para luego dirigirle al joven castaño una mirada cargada de ira y resentimiento. Después le dijo algo al oído:
—Arréglalo tú —susurró. Zack era muy perceptivo, y no tuvo dificultades para escucharla.
Él levantó sus manos.
—Está bien, está bien… —miró directamente al cajún— Profesor LeBeau… ¿Ha descubierto algo interesante? Quiero decir, es por eso que están castigados, ¿no? Es decir, los días festivos como hoy estamos todos libres de castigos de cualquier tipo.
—Te has leído bien el reglamento, chico. Sin embargo, ellos han usado sus poderes en público y puesto en peligro al cuerpo estudiantil. El reglamento dice que esa es una excepción a la regla, ¿no?
—Solo cuando alguien sale herido. Y nadie ha sufrido ni un rasguño —sonrió inocentemente el chico. Una sonrisa más bien falsa.
Gambito estuvo en silencio un tiempo. Después, comenzó a reír.
—Está bien. Chicos, sois libres por esta vez. Supongo que ya tengo datos suficientes sobre vuestros poderes como para que el director no se enfade conmigo.
—¿Qué? ¿Datos…? —musitó una de las chicas, la rubia.
—Tranquila, Amanda, de ti ya sabemos lo suficiente. Tony nos ha facilitado esa información —los ojos carmesíes del francés se clavaron en los de ella—. No vamos a hacerte pruebas ni nada por el estilo.
Tras decir eso, Remy LeBeau se marchó.
—Mierda —gruño Alan Mesiah, al tiempo que cargaba a Chris a su espalda—. Nos la ha jugado.. Por eso no me gustan los franceses…
Se retiró también.

Zack miró a las personas que le rodeaban. Primero de todo, el rubio con el que se habían estado metiendo. Parecía tímido y fácilmente influenciable. También estaban Ryan y Peter, el tipo del aura asesina y la máquina descontrolada de cortar y apuñalar. La chica rubia le daba la sensación de ser poderosa, pues por las palabras de LeBeau, el mismo Iron Man la había traído a la Academia. La otra, si bien no parecía especialmente fuerte, era una pieza clave para mantener a la tal Amanda con ellos. Después estaba Zane Cross. Parecía inteligente, demasiado astuto para su gusto. Merecía la pena mantenerle vigilado.
Sí, sin duda habían formado un buen grupo. Justo lo que él quería.
—Bueno, hemos pasado por bastante hoy, ¿no? —dijo alegremente— ¿Os apetece salir un rato a dar una vuelta, o algo?
Michael asintió tímidamente, Peter gruñó al tiempo que se levantaba del suelo, y Ryan se encogió de hombros. La chica pecosa pareció dudar un momento, pero no tardó en exclamar un “¡Sí!” y arrastrar a su amiga con ellos. Zane, por su parte, le susurró algo al oído.
—¿Somos suficiente para tus planes?
Lo sabía. Zack no podía imaginarse como, pero lo sabía. Razón de más para tenerle de su parte.
—Casi. ¿Quién te ha dicho que yo…?
—Un pajarito. Alguien que no conocemos, pero sí nos conoce a nosotros.
Eso solamente logró confundirle más.
—Entiendo —mintió—. ¿Vamos?
El otro chico sonrió afirmativamente.
—Vamos.


Por otro lado, en ningún lugar y en ningún momento concretos, unas figuras observaban a los jóvenes como quien veía un reality show.
—Son interesantes… —murmuró una de ellas, de voz aguda y cacareante.
—¿Deberíamos hacerles una visita? —preguntó otra, de voz ronca y grave.
Otra de ellas emitió un sencillo bufido a modo de respuesta.
—Relajaos, hermanos —dijo otra voz. Esta era diferente, más genérica e impersonal, como si resonase en las mentes de todos y no surgiese de ningún lugar en particular. No era ni de joven ni de viejo. Ni masculina ni femenina. No tenía timbre ni tonalidad. Eran simples palabras perceptibles —. No tenemos prisa, por ahora… limitémonos a observar.

8 feb 2016

New Generations #002. Comienzan las clases.

Zane se aburría. Se aburría mucho. Se aburría de tal forma que, con el fin de entretenerse, se estaba dedicando a observar a sus compañeros de clase, los cuáles le resultaban a cada cual más común y, por consiguiente, más aburrido.
Conclusión: no tenía ningún medio para luchar contra su creciente apatía. Y eso le disgustaba. Le disgustaba mucho.
Se levantó de su pupitre y caminó en dirección a la puerta del aula. Por el camino, echó un último vistazo a todos los presentes. Notó cómo algunos le seguían con la mirada, cómo otros le ignoraban olímpicamente y cómo otros (chicas en su mayoría) cuchicheaban entre ellos mientras le dirigían miradas discretas. Miradas que no tardó en identificar: curiosidad, fascinación, rechazo... Nada fuera de lo común en una habitación llena de adolescentes. El chico sonrió para sus adentros. Aún era el primer día, y ya era el raro de la clase.
Y ser el raro de una clase en la que todos tienen superpoderes era un logro al alcance de pocos.
Caminó por los pasillos a paso calmado. Miró el reloj en su muñeca izquierda: las nueve y media. Habían pasado ya treinta minutos desde que, en teoría, habían iniciado las clases, y no había ni rastro del que iba a ser su profesor. Según el horario, la asignatura que le correspondía en ese momento era Historia de América, que seguramente consistiría en escuchar al profesor de turno leer lo que ponía en el libro sin tener realmente ni idea de qué estaba diciendo.
Iba así, sumido en sus pensamientos, cuando chocó contra lo que pensó era un muro de hierro.
Sin embargo, la verdad era algo totalmente distinto. Aquello con lo que había chocado no era un muro, sino una persona: un hombre de prominentes altura y musculatura, de rostro duro y cabello rubio entrecano, ataviado con un pantalón recto y una americana, ambos de color marrón, una camisa blanca y una corbata negra.
—Perdona, chico —le dijo. Su voz era profunda y vivaz, a pesar de que aparentaba tener ya una edad relativamente avanzada— No sabrás por casualidad dónde está el Aula 1-3, ¿verdad?
—Eh... Sí, de hecho acabo de salir de allí.
—Oh, qué suerte —sonrió el desconocido— ¿Podrías llevarme hasta allí, por favor? Verás, tengo que dar una clase, pero me he perdido y llego tarde.
—Ah, ¿es usted el profesor de Historia de América? Justo había salido a buscarle —mintió—. Es por aquí, venga.
Zane escoltó al profesor hasta el aula. Una vez el adolescente entró, él esperó unos minutos y después atravesó el umbral de la puerta.
—Bien, bien, todos a sus sitios, estudiantes. He llegado tarde, así que limitaremos la clase de hoy a unas cuantas presentaciones.
Todos se sentaron correctamente en sus sitios, a la espera de que el profesor continuara hablando.
—Muy bien, comenzaré yo: mi nombre es Steven Grant Rogers, y seré vuestro profesor de Historia de América, además de vuestro tutor en el bachillerato de Ciencias Sociales.

Zack suspiró. La clase de Biología había sido... interesante. Su profesor, un tal Curtis Connors, les habló sobre la capacidad regenerativa de las células y la posibilidad de acelerar dicho proceso a través de modificaciones forzosas del ADN. Acabó la clase diciendo que, a pesar de no estar restringido por la ley, experimentar con la genética era peligroso y podía tener conclusiones graves.
Aunque ese tema en concreto no le resultaba precisamente apasionante, la forma de explicar del profesor, como si lo hubiese experimentado de primera mano, le llamó la atención al punto de que no pudo evitar escuchar toda la lección sin siquiera acordarse de pestañear.
Una vez terminada la clase se levantó de su asiento, tomó sus libros y se dirigió a su taquilla para guardarlos.
Una vez realizada la rutinaria acción, se dirigió al patio del instituto, para disfrutar de su media hora de descanso.
Se sentó en un banco y contempló el panorama. Para ser el primer día, los grupos que se habían formado estaban ya bastante definidos. Había chicos jugando juntos a diferentes deportes, chicas sentadas en el suelo, hablando entre ellas y escribiendo en sus móviles, grupos pequeños conversando animadamente aquí y allá, y algún que otro inadaptado como él que aún no había encontrado un grupo al que acoplarse.
Sonrió. El paisaje era realmente interesante. Ya había visto la superficie del resto de los estudiantes. La pregunta importante era... ¿Qué había en sus corazones? Por suerte, podía averiguarlo.
Cerró los ojos y se concentró. A los pocos segundos escuchó cómo algo hacia "click" en su cabeza, y sintió cómo sus globos oculares comenzaban a arder. Separó sus párpados.
Veía todo como a través de una cortina de niebla, oscura y difusa. Lo único que percibía con perfecta claridad era a las personas.
O, mejor dicho, las almas de las personas.
Bueno, tampoco eran exactamente sus almas, sino más bien la energía que emanaba de sus cuerpos, sus "auras".
Las auras de todos los estudiantes eran más intensas que las de la mayoría de los seres humanos, debido seguramente a que todos ellos eran superhumanos. Brillaban, además, en muchos y muy variados colores: rojo escarlata, azul cian, verde jade, dorado... Todas, salvo una, que no tardó en llamar su atención. Más intensa que la de la mayoría, parecía gritarle que se alejase, ordenarle que se fuese. Era oscura y siniestra, y centelleaba como si de una hoguera negra se tratase. Sí, negra. Negra como el ónice, como el ópalo y como el azabache. Un negro brillante y escalofriante, que parecía más un miasma de muerte que una llama de energía vital.
Zack se sintió embelesado por tal manifestación de poder. Recuperó su visión normal en un parpadeo, y se fijó en el dueño de tan asfixiante energía. A simple vista, parecía un chico bastante normal: alto, de cabello negro peinado en un corte casi militar, ojos oscuros y lo que parecía ser una barba afeitada a medias. Nada muy alejado de la imagen del adolescente americano promedio. Lo único que le llamaba muy ligeramente la atención era su vestuario: pantalones vaqueros con numerosos agujeros y remiendos, y una camiseta negra de manga corta de lo que, supuso, era una banda de heavy metal. A parte de eso, no había nada que realmente estuviese fuera de lo común.
Después de pensarlo por unos segundos, decidió acercarse al misterioso joven, movido más por la curiosidad que por una necesidad genuina de hacer vida social. Su objetivo se encontraba descansando su espalda en la pared cerca de la puerta, escuchando música en su teléfono móvil.
Zack le dio un ligero toquecito en su hombro para llamar su atención. El chico levantó la vista y le miró. Sus ojos, tan oscuros como su cabello, parecían agujeros negros capaces de absorber su alma sin dejar el más mínimo rastro. Suspiró, se quitó los auriculares y le miró directamente.
—¿Quieres algo? —le preguntó. Su voz no era especialmente grave, pero su tono apagado y cuasi melancólico resultaba realmente desalentador.
—No, nada… Es sólo que te vi aquí sólo y, bueno… Me preguntaba si querrías compañía.
El chico se encogió de hombros, dando a entender que no le importaba, y prosiguió escuchando su música, actitud que no logró sorprender del todo a Zack. Decidió ser más directo.
—Oye… ¿Te ocurre algo? Quiero decir… Lo normal sería tratar de socializar un poco el primer día, ¿no es así?
—Tú tampoco estás aquí para socializar, precisamente.
No era una pregunta, sino una afirmación. Afirmación que sí tomó por sorpresa al aludido.
—¿Cómo lo supiste?
El otro volvió a encogerse de hombros.
—Me lo han dicho. Lo siento, no puedo darte las respuestas que quieres.
Zack sonrió.
—¿Ni siquiera puedes decirme por qué tu aura brilla como la de un demonio?
Esas palabras parecieron despertar algo en su interpelado. Por algo menos de un segundo, abrió los ojos desmesuradamente, como si acabaran de descubrir su secreto más importante. Satisfecho con su logro, Zack le tendió una mano.
—Zack Malice. Espero que nos llevemos bien.
El chico pareció dudar un poco.
—Ryan Demaon.
“Uno”, pensó Zack, al tiempo que se reía interiormente con satisfacción.

—¿Ese era el Capitán América?
—El antiguo, sí…
—Vaya… sí que es viejo…
Para Amanda Riddle, los cuchicheos de sus compañeras no le resultaban para nada interesantes. Sí, el Comandante Rogers en persona había ido a darles una clase de Historia de América. Era lógico, ¿no? Es la encarnación viva de la historia de su país. ¡Y por supuesto que era viejo! ¡Por el amor de Dios, era un héroe de la Segunda Guerra Mundial! Por otro lado, la presencia de ese hombre era realmente sobrecogedora, en términos de fuerza.
Miró sus manos. Ser un súper soldado en la cumbre de las capacidades humanas sí que sonaba como un poder útil, no como el suyo…
—¡Amanda!
Se sobresaltó al escuchar su nombre. Miró hacia arriba. Una chica de cabello castaño y rostro pecoso la miraba directamente a los ojos. No recordaba su nombre, pero al parecer ya eran las mejores amigas después de haber hablado por apenas diez minutos antes del comienzo de la clase.
—¿Sí? —le preguntó con gesto desganado. Nunca había sido buena tratando con desconocidos— ¿Necesitas algo?
La chica suspiró y sonrió.
—No soy yo quien necesita algo; eres tú quien lo necesita —debió de notar la confusión de Amanda en su rostro, por lo que siguió hablando— ¡Es la hora del descanso! ¡La hora del descanso! Con esa cara de pena que llevas contigo, necesitas salir a fuera a que te toque un poco el sol.
El comentario de la castaña le hizo reír ligeramente. Tomar el sol era, de hecho, lo último que necesitaba.
A menos que quisiera que el instituto explotase de un momento a otro, claro.
Con todo, su desconocida mejor amiga la tomó de la mano y prácticamente la arrastró fuera del aula. Por el camino, se detuvo al notar una figura que contrastaba claramente con el resto de la clase. Un chico de alborotado y oscuro cabello castaño, largo hasta el final del cuello, descansaba con el rostro semi hundido entre sus brazos sobre la mesa. Vestía con un pantalón vaquero recto y una holgada camiseta violeta de manga corta. Era casi la encarnación de la pereza y la dejadez.
—¿Amanda? ¡Vamos, ya sé que Cross es un espécimen raro de ser humano, pero no hace falta que le estudies tanto! —se quejó la chica con un fingido tono de molestia.
—¿Raro?
—Sí, raro. Se marchó del aula cuando el profesor de Historia no estaba, y luego apareció con él. Sería lógico si se tratase de un empollón, ¡pero luego estuvo durmiendo durante toda la clase!
—Mmmmm… ¿De verdad? No me di cuenta.
La joven pecosa volvió a suspirar.
—En serio, ¿en qué mundo vives? —aunque trataba de sonar molesta, la sonrisa no desaparecía de su cara. La personalidad de esa chica realmente le intrigaba— Anda, vamos a fuera, quizá si nos integramos en algún grupo se te quita esa empanada que llevas encima.
—¿No sería un poco grosero introducirnos en un grupo, así sin más?
—¿Grosero? —la chica comenzó a reírse a carcajada limpia— ¿Lo dices en serio? ¡No puedo creer que seas tan tímida! No te preocupes, aquí prácticamente nadie se conoce, así que es perfectamente normal tratar de socializar con cualquiera de buenas a primeras —Amanda no estaba muy convencida, y su expresión debió demostrarlo, porque ella continuó hablando—. ¡Tranquila, tu experta en relaciones públicas está aquí para ayudarte en todo lo que necesites!
La chica le dedicó una brillante sonrisa, a lo que ella sólo pudo responder sonriéndole tímidamente. Tan sólo esperaba volver a escuchar su nombre para volver a aprendérselo. Preguntárselo a esas alturas sería demasiado vergonzoso.
—Gracias… —murmuró.
—¡No hay nada que agradecer! —sonrió la chica. Sin embargo, su sonrisa se congeló de repente— Parece que fuera hay problemas.

Ryan tuvo que quitarse uno de sus auriculares para poder escuchar al tal Zack, que no paraba de parlotear sobre temas absolutamente triviales. El chico, de estatura considerablemente más escasa que la suya, recortado cabello negro y constitución fornida, era incapaz de callarse por más de cuatro segundos.
Le estaba analizando, no cabía duda.
El más alto de los dos no tardó en darse cuenta de que lo único que pretendía su acompañante con ese monólogo que intentaba ser una conversación era observar cómo reaccionaba para conocerle mejor. Debía reconocer que era una forma bastante inteligente y calculadora de hacer amigos, pero no funcionaría con él. Ryan nunca abriría su corazón a las personas.
Jamás.
—Entonces… ¿En qué clase estás?
—En la 2-1…
—¿En serio? ¡Yo estoy en las 2-2! ¡Tenemos la misma edad, entonces!
El chico se carcajeó falsamente, pero algo le interrumpió. Gritos. Pero no eran gritos de dolor o de miedo. Eran vítores. Vítores, abucheos y palabras de ánimo. En un instituto, eso sólo podía significar una cosa: pelea.
Dirigió su mirada a Malice. Su sonrisa había cambiado, ahora era más real, más sincera. Sus ojos verdes centelleaban como linternas o pequeños farolillos.
—Dos —le escuchó murmurar.
Inesperadamente, el chico le tomó de un brazo y comenzó a correr en dirección a la supuesta pelea, arrastrándole con él.
—¿Qué pretendes? —le preguntó mientras se dejaba llevar.
—Tan sólo estoy buscando personas interesantes.

Amadeus suspiró con cansancio. Ser la séptima mente más privilegiada del mundo era algo que, de mano, te aseguraba un puesto fijo en cualquier compañía o laboratorio. Y, sin embargo, había terminado siendo profesor de Matemáticas en un instituto para chicos con poderes especiales. ¿Le asignaban la característica de ser “súper” sólo por tener una capacidad cerebral superior al promedio? Le parecía ciertamente injusto.
Era verdad que, en su ingenuidad, había apoyado el proyecto de Stark, e incluso había aceptado el puesto que le había asignado pero, en ese momento, se arrepentía profundamente de su decisión.
¿Por qué? Porque era el primer día lectivo, y sus alumnos ya se estaban metiendo en una pelea.
—Vamos, chicos, deteneos ya… —ordenó, siendo olímpicamente ignorado.
Para encima de todo, los chicos que se estaban peleando eran, de lejos, los más problemáticos e irreverentes de todos.
—¿Tienes algún problema conmigo, Gonzales?
El más alto de los dos, un joven de cabello rubio cenizo y ojos de color aguamarina amenazaba al que tenía en frente, un joven de altura ligeramente menor, pero considerablemente más fornido. Este último tenía el cabello, de color negro, largo hasta casi sus hombros, y una pequeña perilla también de color azabache. Sus ojos, del color del acero, observaban al rubio con una mirada que parecía cortar por sí misma.
—Déjame en paz, Murray.
—¿Qué te deje en paz? ¡Si fuiste tú el que saltó a defender a ese pringado!
El “pringado” en cuestión era un tal Michael Morgan, un alumno un tanto tímido que, al estar en la misma clase que el problemático y vanidoso Christopher Murray, había sido el primero en recibir bromas pesadas por su parte.
Peter Gonzales, el otro alumno problemático, un año mayor que los otros dos, observó por un segundo a Morgan, que se encontraba detrás de él. Tenía su vista clavada en el suelo.
—Sólo le defendí porque me molestaba escucharte —respondió Peter con frialdad.
Christopher sonrió.
—Así que de eso se trata, ¿eh? Y dime, ¿qué vas a hacer? ¿Pegarme?
El pelinegro se limitó a mirarle impasiblemente. Al no recibir una respuesta, el más alto se molestó y, haciendo crujir sus dedos en sus manos de forma amenazante, se abalanzó sobre su “oponente”.
En un rápido movimiento, Murray intentó golpear el rostro del pelinegro con su antebrazo, pero éste ladeó su cabeza, de forma que el golpe impactó en la zona entre su hombro y su cuello.
—Débil… —murmuró Peter. Sus palabras parecieron molestar al otro.
—Si hubiera usado mis poderes, estarías muerto —le aseguró.
—Lo dudo.
Amadeus tenía que intervenir y detener la pelea antes de que comenzasen a usar sus poderes. Por otro lado, no parecía que sus estudiantes fuesen a escucharle, y le emocionaba en cierto modo presenciar una pelea después de tanto tiempo sin vivir una aventura real.
Sin embargo, toda su fascinación desapareció cuando más alumnos se metieron en la pelea.
—Hey, ¿os estáis peleando? ¿Y habéis empezado sin mí? —dijo una áspera voz.
El dueño de ésta era un chico de cabello negro peinado en cresta. Amadeus lo reconoció: estaba en la clase de Curt Connors. Su nombre era Alan Mesiah y, a pesar de que, según su expediente académico, era un auténtico genio en lo que a ciencias se refería, también era un buscapleitos de primera. El chico, de constitución delgada, piel bronceada y ojos heterocromáticos (marrón el derecho y ambarino el izquierdo) era el tipo de persona que se metía en cualquier pelea que veía.
O, al menos, eso podía deducir el Séptimo Hombre más Inteligente del Mundo al contemplar la escena que estaba viendo.
—Parece que tienes problemas aquí, Chris. Dos contra uno no me parece una pelea justa.
—Tch. Como si Morgan fuese a pelear. No necesito ayuda, Alan —se quejó el otro.
—¿Y tres contra dos? ¿Te parece eso justo?
Con todo, Alan no fue el único que se metió en mitad del conflicto. Otros dos, Zack Malice y Ryan Demaon, también aparecieron. Por la expresión de Demaon, estaba claro que había sido arrastrado allí en contra de su voluntad. Por su parte, Malice parecía estar observando muy detenidamente a cada contendiente.
—¡Ahora sí que suena divertido! —se alegró el de ojos dispares.
Amadeus vio cómo el chico de ropas negras suspiraba con resignación y ayudaba a Michael a ponerse en pie, mientras que los ojos del que había entrado a la pelea junto a él comenzaban a centellear con una tenue luz dorada. Alan se mordió un dedo con fuerza, causando que comenzara a sangrar, aunque no parecía importarle. Christopher, por su parte, se subió las mangas de su camisa, como si no quisiese que su ropa se estropeara en la pelea. El único que permanecía impasible era el siempre frío Peter Gonzales.
El profesor analizó rápidamente la situación: los ojos de Malice, el dedo sangrante de Mesiah y los brazos de Murray. Sin duda, estaban listos para usar sus poderes. Se apresuró a separarlos, pero una mano en su hombro lo detuvo. Miró a su espalda: un hombre de tez clara, cabello castaño y ojos enteramente rojos le miraba fijamente al tiempo que negaba con la cabeza.
—Remy… ¿qué estás haciendo?
—Amadeus, mon ami, creo que no es el momento adecuado para detener esta contienda… ¿no opinas lo mismo?
El aludido frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
El castaño sonrió con picardía ante su pregunta.
—Bueno… creo que es una buena oportunidad para observar el alcance de sus habilidades.
—La Academia no permite la utilización de superpoderes dentro de sus muros.
—Bueno… De momento, limitémonos a observar.
Entonces, el ruido de dos metales chocando uno contra otro alertó al profesor. Amadeus se giró bruscamente, sólo para encontrar que los dos alumnos que habían iniciado la reyerta estaban ya en pleno enfrentamiento. De los desnudos antebrazos del más alto emanaban potentes formas luminosas que parecían ser capaces de cortar por la mitad un escudo de vibranium. Por otra parte, Gonzales parecía estar, de repente, armado con una pesada espada, tan real y afilada que había formado un profundo surco en el suelo. La espada del moreno chocaba contra el brazo derecho de su oponente en un forcejeo casi equilibrado.
Por otro lado, la sangre que brotaba del dedo mordido de Alan fluía por el suelo cuan serpiente, acercándose cuidadosamente al espadachín, el cual parecía no haberse percatado, a diferencia de Malice, que ya se estaba moviendo hacia adelante para tratar de detenerle. Demaon permanecía en el sitio, de brazos cruzados, sin si quiera mostrar la intención de usar sus habilidades superhumanas. Por otra parte, Morgan había desaparecido de escena. Probablemente hubiera huido.
Amadeus perdió la paciencia, y se dirigió a detenerles, pero sintió como algo rozaba su cabello y se detuvo en seco. Una carta. El proyectil siguió su camino y aterrizó en el suelo entre los dos chicos enfrentados, causando una pequeña explosión que los empujó al suelo, separándolos en el proceso.
Chers étudiants, me gustaría que detuvieseis vuestros instintos asesinos dentro del campus escolar. Ya sabéis que no está permitido utilizar vuestros poderes aquí. Amadeus, ¿crees que deberíamos imponerles algún tipo de castigo?
El héroe de raíces coreanas estaba perplejo. ¿No acababa Gambito de detenerle hacía apenas un minuto? ¿No decía que sería interesante verles usar sus poderes? Pestañeó un par de veces. ¿Qué estaría planeando el acadiano?
Decidió que, de momento, la decisión más acertada sería seguirle el juego.
—No sólo habéis comenzado a pelear en vuestro primer día de clases, sino que habéis ignorado mis reclamos y, encima, habéis hecho uso de vuestros superpoderes. ¿Sabéis lo que eso significa?
El X-Man de ojos rojos continuó por él.
—Significa que habéis violado tres importantes normas de la Academia, lo que en casos normales se traduciría como una expulsión temporal. Sin embargo, dado que es el primer día y aún no estáis bien adaptados al ambiente, os pondremos un castigo algo menos severo.
—Vais a pasaros dos horas más después del fin de las clases en el aula de detención —continuó Cho— El profesor LeBeau será quien os vigile.
Amadeus había supuesto que el francés se mostraría disconforme con la decisión, pero éste se limitó a asentir con una ligera sonrisa plasmada en los labios.

— Entonces está decidido. Vamos enfants, estáis castigados.