Zane se aburría. Se
aburría mucho. Se aburría de tal forma que, con el fin de entretenerse, se
estaba dedicando a observar a sus compañeros de clase, los cuáles le resultaban
a cada cual más común
y, por consiguiente, más aburrido.
Conclusión: no tenía
ningún medio para luchar contra su creciente apatía. Y eso le disgustaba. Le disgustaba mucho.
Se levantó de su pupitre
y caminó en dirección a la puerta del aula. Por el camino, echó un último
vistazo a todos los presentes. Notó cómo algunos le seguían con la mirada, cómo
otros le ignoraban olímpicamente y cómo otros (chicas en su mayoría) cuchicheaban entre
ellos mientras le dirigían miradas discretas. Miradas que no tardó en
identificar: curiosidad, fascinación, rechazo... Nada fuera de lo común en una
habitación llena de adolescentes. El chico sonrió para sus adentros. Aún era el
primer día, y ya era el raro de la clase.
Y ser el raro de una
clase en la que todos tienen superpoderes era un logro al alcance de pocos.
Caminó por los pasillos a
paso calmado. Miró el reloj en su muñeca izquierda: las nueve y media. Habían
pasado ya treinta minutos desde que, en teoría, habían iniciado las clases, y
no había ni rastro del que iba a ser su profesor. Según el horario, la
asignatura que le correspondía en ese momento era Historia de América, que
seguramente consistiría en escuchar al profesor de turno leer lo que ponía en
el libro sin tener realmente ni idea de qué estaba diciendo.
Iba así, sumido en sus
pensamientos, cuando chocó contra lo que pensó era un muro de hierro.
Sin embargo, la verdad
era algo totalmente distinto. Aquello con lo que había chocado no era un muro,
sino una persona: un hombre de prominentes altura y musculatura, de rostro duro
y cabello rubio entrecano, ataviado con un pantalón recto y una americana, ambos de color marrón,
una camisa blanca y una corbata negra.
—Perdona, chico —le dijo.
Su voz era profunda y vivaz, a pesar de que aparentaba tener ya una edad relativamente avanzada— No
sabrás por casualidad dónde está el Aula 1-3, ¿verdad?
—Eh... Sí, de hecho acabo
de salir de allí.
—Oh, qué suerte —sonrió
el desconocido— ¿Podrías llevarme hasta allí, por favor? Verás, tengo que dar
una clase, pero me he perdido y llego tarde.
—Ah, ¿es usted el
profesor de Historia de América? Justo había salido a buscarle —mintió—. Es por
aquí, venga.
Zane escoltó al profesor
hasta el aula. Una vez el adolescente entró, él esperó unos minutos y después
atravesó el umbral de la puerta.
—Bien, bien, todos a sus
sitios, estudiantes. He llegado tarde, así que limitaremos la clase de hoy a
unas cuantas presentaciones.
Todos se sentaron
correctamente en sus sitios, a la espera de que el profesor continuara
hablando.
—Muy bien, comenzaré yo: mi nombre es Steven Grant Rogers, y seré vuestro
profesor de Historia de América, además de vuestro tutor en el bachillerato de
Ciencias Sociales.
Zack suspiró. La clase de
Biología había sido... interesante. Su profesor, un tal Curtis Connors, les
habló sobre la capacidad regenerativa de las células y la posibilidad de
acelerar dicho proceso a través de modificaciones forzosas del ADN. Acabó la
clase diciendo que, a pesar de no estar restringido por la ley, experimentar
con la genética era peligroso y podía tener conclusiones graves.
Aunque ese tema en
concreto no le resultaba precisamente apasionante, la forma de explicar del profesor, como si lo
hubiese experimentado de primera mano, le llamó la atención al punto de que no
pudo evitar escuchar toda la lección sin siquiera acordarse de pestañear.
Una vez terminada la
clase se levantó de su asiento, tomó sus libros y se dirigió a su taquilla para
guardarlos.
Una vez realizada la
rutinaria acción, se dirigió al patio del instituto, para disfrutar de su media hora de descanso.
Se sentó en un banco y
contempló el panorama. Para ser el primer día, los grupos que se habían formado
estaban ya bastante definidos. Había chicos jugando juntos a diferentes
deportes, chicas sentadas en el suelo, hablando entre ellas y escribiendo en
sus móviles, grupos pequeños conversando animadamente aquí y allá, y algún que
otro inadaptado como él que aún no había encontrado un grupo al que acoplarse.
Sonrió. El paisaje era
realmente interesante. Ya había visto la superficie del resto de los estudiantes.
La pregunta importante era... ¿Qué había en sus corazones? Por suerte, podía
averiguarlo.
Cerró los ojos y se
concentró. A los pocos segundos escuchó cómo algo hacia "click" en su cabeza, y sintió
cómo sus globos oculares comenzaban a arder. Separó sus párpados.
Veía todo como a través
de una cortina de niebla, oscura y difusa. Lo único que percibía con perfecta
claridad era a las personas.
O, mejor dicho, las almas
de las personas.
Bueno, tampoco eran
exactamente sus almas, sino más bien la energía que emanaba de sus cuerpos, sus
"auras".
Las auras de todos los
estudiantes eran más intensas que las de la mayoría de los seres humanos, debido
seguramente a que todos ellos eran superhumanos. Brillaban, además, en muchos y
muy variados colores: rojo escarlata, azul cian, verde jade, dorado... Todas, salvo una, que
no tardó en llamar su atención. Más intensa que la de la mayoría, parecía
gritarle que se alejase, ordenarle que se fuese. Era oscura y siniestra, y
centelleaba como si de una hoguera negra se tratase. Sí, negra. Negra como el
ónice, como el ópalo y como el azabache. Un negro brillante y escalofriante,
que parecía más un miasma de muerte que una llama de energía vital.
Zack se sintió embelesado por tal manifestación de poder. Recuperó su visión normal en un parpadeo, y se fijó en el dueño de tan asfixiante energía. A simple vista, parecía un chico bastante
normal: alto, de cabello negro peinado en un corte casi militar, ojos oscuros y
lo que parecía ser una barba afeitada a medias. Nada muy alejado de la imagen
del adolescente americano promedio. Lo único que le llamaba muy ligeramente la
atención era su vestuario: pantalones vaqueros con numerosos agujeros y
remiendos, y una camiseta negra de manga corta de lo que, supuso, era una banda
de heavy metal. A parte de eso, no
había nada que realmente estuviese fuera de lo común.
Después de pensarlo por
unos segundos, decidió acercarse al misterioso joven, movido más por la
curiosidad que por una necesidad genuina de hacer vida social. Su objetivo se encontraba
descansando su espalda en la pared cerca de la puerta, escuchando música en su
teléfono móvil.
Zack le dio un ligero
toquecito en su hombro para llamar su atención. El chico levantó la vista y le
miró. Sus ojos, tan oscuros como su cabello, parecían agujeros negros capaces
de absorber su alma sin dejar el más mínimo rastro. Suspiró, se quitó los
auriculares y le miró directamente.
—¿Quieres algo? —le
preguntó. Su voz no era especialmente grave, pero su tono apagado y cuasi
melancólico resultaba realmente desalentador.
—No, nada… Es sólo que te
vi aquí sólo y, bueno… Me preguntaba si querrías compañía.
El chico se encogió de
hombros, dando a entender que no le importaba, y prosiguió escuchando su música,
actitud que no logró sorprender del todo a Zack. Decidió ser más directo.
—Oye… ¿Te ocurre algo? Quiero
decir… Lo normal sería tratar de socializar un poco el primer día, ¿no es así?
—Tú tampoco estás aquí
para socializar, precisamente.
No era una pregunta, sino
una afirmación. Afirmación que sí tomó por sorpresa al aludido.
—¿Cómo lo supiste?
El otro volvió a
encogerse de hombros.
—Me lo han dicho. Lo
siento, no puedo darte las respuestas que quieres.
Zack sonrió.
—¿Ni siquiera puedes
decirme por qué tu aura brilla como la de un demonio?
Esas palabras parecieron
despertar algo en su interpelado. Por algo menos de un segundo, abrió los ojos
desmesuradamente, como si acabaran de descubrir su secreto más importante. Satisfecho
con su logro, Zack le tendió una mano.
—Zack Malice. Espero que
nos llevemos bien.
El chico pareció dudar un
poco.
—Ryan Demaon.
“Uno”, pensó Zack, al tiempo que se reía interiormente con satisfacción.
—¿Ese era el Capitán
América?
—El antiguo, sí…
—Vaya… sí que es viejo…
Para Amanda Riddle, los
cuchicheos de sus compañeras no le resultaban para nada interesantes. Sí, el
Comandante Rogers en persona había ido a darles una clase de Historia de
América. Era lógico, ¿no? Es la encarnación viva de la historia de su país. ¡Y
por supuesto que era viejo! ¡Por el amor de Dios, era un héroe de la Segunda
Guerra Mundial! Por otro lado, la presencia de ese hombre era realmente
sobrecogedora, en términos de fuerza.
Miró sus manos. Ser un
súper soldado en la cumbre de las capacidades humanas sí que sonaba como un
poder útil, no como el suyo…
—¡Amanda!
Se sobresaltó al escuchar
su nombre. Miró hacia arriba. Una chica de cabello castaño y rostro pecoso la
miraba directamente a los ojos. No recordaba su nombre, pero al parecer ya eran
las mejores amigas después de haber hablado por apenas diez minutos antes del
comienzo de la clase.
—¿Sí? —le preguntó con
gesto desganado. Nunca había sido buena tratando con desconocidos— ¿Necesitas
algo?
La chica suspiró y
sonrió.
—No soy yo quien necesita
algo; eres tú quien lo necesita —debió de notar la confusión de Amanda en su
rostro, por lo que siguió hablando— ¡Es la hora del descanso! ¡La hora del
descanso! Con esa cara de pena que llevas contigo, necesitas salir a fuera a
que te toque un poco el sol.
El comentario de la
castaña le hizo reír ligeramente. Tomar el sol era, de hecho, lo último que
necesitaba.
A menos que quisiera que
el instituto explotase de un momento a otro, claro.
Con todo, su desconocida
mejor amiga la tomó de la mano y prácticamente la arrastró fuera del aula. Por
el camino, se detuvo al notar una figura que contrastaba claramente con el
resto de la clase. Un chico de alborotado y oscuro cabello castaño, largo hasta
el final del cuello, descansaba con el rostro semi hundido entre sus brazos
sobre la mesa. Vestía con un pantalón vaquero recto y una holgada camiseta
violeta de manga corta. Era casi la encarnación de la pereza y la dejadez.
—¿Amanda? ¡Vamos, ya sé
que Cross es un espécimen raro de ser humano, pero no hace falta que le
estudies tanto! —se quejó la chica con un fingido tono de molestia.
—¿Raro?
—Sí, raro. Se marchó del
aula cuando el profesor de Historia no estaba, y luego apareció con él. Sería
lógico si se tratase de un empollón, ¡pero luego estuvo durmiendo durante toda
la clase!
—Mmmmm… ¿De verdad? No me
di cuenta.
La joven pecosa volvió a
suspirar.
—En serio, ¿en qué mundo
vives? —aunque trataba de sonar molesta, la sonrisa no desaparecía de su cara. La
personalidad de esa chica realmente le intrigaba— Anda, vamos a fuera, quizá si
nos integramos en algún grupo se te quita esa empanada que llevas encima.
—¿No sería un poco
grosero introducirnos en un grupo, así sin más?
—¿Grosero? —la chica
comenzó a reírse a carcajada limpia— ¿Lo dices en serio? ¡No puedo creer que seas
tan tímida! No te preocupes, aquí prácticamente nadie se conoce, así que es
perfectamente normal tratar de socializar con cualquiera de buenas a primeras
—Amanda no estaba muy convencida, y su expresión debió demostrarlo, porque ella
continuó hablando—. ¡Tranquila, tu experta en relaciones públicas está aquí
para ayudarte en todo lo que necesites!
La chica le dedicó una
brillante sonrisa, a lo que ella sólo pudo responder sonriéndole tímidamente.
Tan sólo esperaba volver a escuchar su nombre para volver a aprendérselo.
Preguntárselo a esas alturas sería demasiado vergonzoso.
—Gracias… —murmuró.
—¡No hay nada que agradecer! —sonrió la chica. Sin embargo, su sonrisa se
congeló de repente— Parece que fuera hay problemas.
Ryan tuvo que quitarse
uno de sus auriculares para poder escuchar al tal Zack, que no paraba de
parlotear sobre temas absolutamente triviales. El chico, de estatura
considerablemente más escasa que la suya, recortado cabello negro y
constitución fornida, era incapaz de callarse por más de cuatro segundos.
Le estaba analizando, no
cabía duda.
El más alto de los dos no
tardó en darse cuenta de que lo único que pretendía su acompañante con ese
monólogo que intentaba ser una conversación era observar cómo reaccionaba para
conocerle mejor. Debía reconocer que era una forma bastante inteligente y
calculadora de hacer amigos, pero no funcionaría con él. Ryan nunca abriría su corazón
a las personas.
Jamás.
—Entonces… ¿En qué clase
estás?
—En la 2-1…
—¿En serio? ¡Yo estoy en
las 2-2! ¡Tenemos la misma edad, entonces!
El chico se carcajeó
falsamente, pero algo le interrumpió. Gritos. Pero no eran gritos de dolor o de
miedo. Eran vítores. Vítores, abucheos y palabras de ánimo. En un instituto,
eso sólo podía significar una cosa: pelea.
Dirigió su mirada a
Malice. Su sonrisa había cambiado, ahora era más real, más sincera. Sus ojos
verdes centelleaban como linternas o pequeños farolillos.
—Dos —le escuchó
murmurar.
Inesperadamente, el chico
le tomó de un brazo y comenzó a correr en dirección a la supuesta pelea,
arrastrándole con él.
—¿Qué pretendes? —le
preguntó mientras se dejaba llevar.
—Tan sólo estoy buscando personas interesantes.
Amadeus suspiró con
cansancio. Ser la séptima mente más privilegiada del mundo era algo que, de
mano, te aseguraba un puesto fijo en cualquier compañía o laboratorio. Y, sin
embargo, había terminado siendo profesor de Matemáticas en un instituto para
chicos con poderes especiales. ¿Le asignaban la característica de ser “súper”
sólo por tener una capacidad cerebral superior al promedio? Le parecía
ciertamente injusto.
Era verdad que, en su
ingenuidad, había apoyado el proyecto de Stark, e incluso había aceptado el
puesto que le había asignado pero, en ese momento, se arrepentía profundamente
de su decisión.
¿Por qué? Porque era el
primer día lectivo, y sus alumnos ya se estaban metiendo en una pelea.
—Vamos, chicos, deteneos
ya… —ordenó, siendo olímpicamente ignorado.
Para encima de todo, los
chicos que se estaban peleando eran, de lejos, los más problemáticos e irreverentes
de todos.
—¿Tienes algún problema
conmigo, Gonzales?
El más alto de los dos,
un joven de cabello rubio cenizo y ojos de color aguamarina amenazaba al que
tenía en frente, un joven de altura ligeramente menor, pero considerablemente
más fornido. Este último tenía el cabello, de color negro, largo hasta casi sus
hombros, y una pequeña perilla también de color azabache. Sus ojos, del color
del acero, observaban al rubio con una mirada que parecía cortar por sí misma.
—Déjame en paz, Murray.
—¿Qué te deje en paz? ¡Si
fuiste tú el que saltó a defender a ese pringado!
El “pringado” en cuestión
era un tal Michael Morgan, un alumno un tanto tímido que, al estar en la misma
clase que el problemático y vanidoso Christopher Murray, había sido el primero
en recibir bromas pesadas por su parte.
Peter Gonzales, el otro
alumno problemático, un año mayor que los otros dos, observó por un segundo a
Morgan, que se encontraba detrás de él. Tenía su vista clavada en el suelo.
—Sólo le defendí porque
me molestaba escucharte —respondió Peter con frialdad.
Christopher sonrió.
—Así que de eso se trata,
¿eh? Y dime, ¿qué vas a hacer? ¿Pegarme?
El pelinegro se limitó a
mirarle impasiblemente. Al no recibir una respuesta, el más alto se molestó y,
haciendo crujir sus dedos en sus manos de forma amenazante, se abalanzó sobre
su “oponente”.
En un rápido movimiento,
Murray intentó golpear el rostro del pelinegro con su antebrazo, pero éste
ladeó su cabeza, de forma que el golpe impactó en la zona entre su hombro y su
cuello.
—Débil… —murmuró Peter.
Sus palabras parecieron molestar al otro.
—Si hubiera usado mis
poderes, estarías muerto —le aseguró.
—Lo dudo.
Amadeus tenía que
intervenir y detener la pelea antes de que comenzasen a usar sus poderes. Por
otro lado, no parecía que sus estudiantes fuesen a escucharle, y le emocionaba
en cierto modo presenciar una pelea después de tanto tiempo sin vivir una
aventura real.
Sin embargo, toda su
fascinación desapareció cuando más alumnos se metieron en la pelea.
—Hey, ¿os estáis
peleando? ¿Y habéis empezado sin mí? —dijo una áspera voz.
El dueño de ésta era un
chico de cabello negro peinado en cresta. Amadeus lo reconoció: estaba en la
clase de Curt Connors. Su nombre era Alan Mesiah y, a pesar de que, según su
expediente académico, era un auténtico genio en lo que a ciencias se refería,
también era un buscapleitos de primera. El chico, de constitución delgada, piel
bronceada y ojos heterocromáticos (marrón el derecho y ambarino el izquierdo)
era el tipo de persona que se metía en cualquier pelea que veía.
O, al menos, eso podía
deducir el Séptimo Hombre más Inteligente del Mundo al contemplar la escena que
estaba viendo.
—Parece que tienes
problemas aquí, Chris. Dos contra uno no me parece una pelea justa.
—Tch. Como si Morgan
fuese a pelear. No necesito ayuda, Alan —se quejó el otro.
—¿Y tres contra dos? ¿Te
parece eso justo?
Con todo, Alan no fue el
único que se metió en mitad del conflicto. Otros dos, Zack Malice y Ryan
Demaon, también aparecieron. Por la expresión de Demaon, estaba claro que había
sido arrastrado allí en contra de su voluntad. Por su parte, Malice parecía
estar observando muy detenidamente a cada contendiente.
—¡Ahora sí que suena
divertido! —se alegró el de ojos dispares.
Amadeus vio cómo el chico
de ropas negras suspiraba con resignación y ayudaba a Michael a ponerse en pie,
mientras que los ojos del que había entrado a la pelea junto a él comenzaban a centellear
con una tenue luz dorada. Alan se mordió un dedo con fuerza, causando que
comenzara a sangrar, aunque no parecía importarle. Christopher, por su parte,
se subió las mangas de su camisa, como si no quisiese que su ropa se estropeara
en la pelea. El único que permanecía impasible era el siempre frío Peter
Gonzales.
El profesor analizó
rápidamente la situación: los ojos de Malice, el dedo sangrante de Mesiah y los
brazos de Murray. Sin duda, estaban listos para usar sus poderes. Se apresuró a
separarlos, pero una mano en su hombro lo detuvo. Miró a su espalda: un hombre
de tez clara, cabello castaño y ojos enteramente rojos le miraba fijamente al
tiempo que negaba con la cabeza.
—Remy… ¿qué estás
haciendo?
—Amadeus, mon ami, creo que no es el momento
adecuado para detener esta contienda… ¿no opinas lo mismo?
El aludido frunció el
ceño.
—¿Qué quieres decir?
El castaño sonrió con
picardía ante su pregunta.
—Bueno… creo que es una
buena oportunidad para observar el alcance de sus habilidades.
—La Academia no permite
la utilización de superpoderes dentro de sus muros.
—Bueno… De momento,
limitémonos a observar.
Entonces, el ruido de dos
metales chocando uno contra otro alertó al profesor. Amadeus se giró
bruscamente, sólo para encontrar que los dos alumnos que habían iniciado la
reyerta estaban ya en pleno enfrentamiento. De los desnudos antebrazos del más
alto emanaban potentes formas luminosas que parecían ser capaces de cortar por
la mitad un escudo de vibranium. Por otra parte, Gonzales parecía estar, de
repente, armado con una pesada espada, tan real y afilada que había formado un
profundo surco en el suelo. La espada del moreno chocaba contra el brazo
derecho de su oponente en un forcejeo casi equilibrado.
Por otro lado, la sangre
que brotaba del dedo mordido de Alan fluía por el suelo cuan serpiente,
acercándose cuidadosamente al espadachín, el cual parecía no haberse percatado,
a diferencia de Malice, que ya se estaba moviendo hacia adelante para tratar de
detenerle. Demaon permanecía en el sitio, de brazos cruzados, sin si quiera
mostrar la intención de usar sus habilidades superhumanas. Por otra parte,
Morgan había desaparecido de escena. Probablemente hubiera huido.
Amadeus perdió la
paciencia, y se dirigió a detenerles, pero sintió como algo rozaba su cabello y
se detuvo en seco. Una carta. El proyectil siguió su camino y aterrizó en el
suelo entre los dos chicos enfrentados, causando una pequeña explosión que los
empujó al suelo, separándolos en el proceso.
—Chers étudiants, me gustaría que detuvieseis vuestros instintos
asesinos dentro del campus escolar. Ya sabéis que no está permitido utilizar
vuestros poderes aquí. Amadeus, ¿crees que deberíamos imponerles algún tipo de
castigo?
El héroe de raíces
coreanas estaba perplejo. ¿No acababa Gambito de detenerle hacía apenas un
minuto? ¿No decía que sería interesante verles usar sus poderes? Pestañeó un
par de veces. ¿Qué estaría planeando el acadiano?
Decidió que, de momento,
la decisión más acertada sería seguirle el juego.
—No sólo habéis comenzado
a pelear en vuestro primer día de clases, sino que habéis ignorado mis reclamos
y, encima, habéis hecho uso de vuestros superpoderes. ¿Sabéis lo que eso
significa?
El X-Man de ojos rojos
continuó por él.
—Significa que habéis
violado tres importantes normas de la Academia, lo que en casos normales se
traduciría como una expulsión temporal. Sin embargo, dado que es el primer día
y aún no estáis bien adaptados al ambiente, os pondremos un castigo algo menos
severo.
—Vais a pasaros dos horas
más después del fin de las clases en el aula de detención —continuó Cho— El
profesor LeBeau será quien os vigile.
Amadeus había supuesto
que el francés se mostraría disconforme con la decisión, pero éste se limitó a
asentir con una ligera sonrisa plasmada en los labios.
— Entonces está decidido. Vamos enfants, estáis castigados.
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